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Alberto Piris, publicado en La República, 30 de julio de 2020.

El reputado analista estadounidense Michael Klare, especializado en asuntos de Defensa, nos ha recordado recientemente que el pasado 26 de marzo el coronavirus consiguió algo que «ningún enemigo [de EE.UU.] ha sido capaz de lograr desde el fin de la Segunda Guerra Mundial». Hizo regresar forzadamente a puerto y suspender operaciones al inmenso portaaviones de propulsión nuclear Theodore Roosevelt, de más de 100.000 toneladas de desplazamiento y con unas 5.000 personas a bordo.

Cuando la nave atracó en Guam, centenares de marineros estaban infectados por el virus y casi toda la tripulación hubo de ser evacuada. Cuando se hizo público el incidente, se supo que también otros cuarenta buques de guerra, incluyendo un portaaviones (Ronald Reagan) y un destructor lanzamisiles (Kidd), habían padecido brotes de la Covid-19, aunque no con la misma intensidad.

Para el mes de junio la crisis había sido resuelta y la Marina de EE.UU. estaba de nuevo en condiciones de servirse de todos sus buques, aunque algunos con tripulaciones reducidas. Sin embargo, el incidente fue una seria llamada de atención que ha obligado a repensar la tradicional estrategia de EE.UU. de servirse de potentes grupos navales para hacer sentir su poder en todo el mundo y derrotar a los previsibles enemigos. Esa estrategia no parece ser válida cuando una pandemia aqueja al planeta.

Pero también las fuerzas terrestres han visto dificultada su capacidad de actuar en combinación con ejércitos aliados (como en Irak, Japón, Kuwait o Corea), cuando habían de permanecer en rígido aislamiento y las normas nacionales de prevención contra el virus no siempre parecían adecuadas ni fiables.

Los altos mandos de la Defensa han intentado afrontar la situación con remedios de emergencia, manteniendo las misiones de «mostrar el pabellón» en zonas críticas, como el mar Báltico o el de la China Meridional, sirviéndose de los bombarderos nucleares de gran radio de acción (B-52, B-1, B-2), como declaró el jefe del Mando de Ataque de la Fuerza Aérea: «Tenemos la posibilidad de atacar a gran distancia y donde sea, en cualquier momento, con una capacidad de fuego aplastante, incluso durante la pandemia».

Pero el Pentágono se ve forzado a reconocer que algunas de las premisas sobre las que descansa la estrategia global de EE.UU. pueden debilitarse como consecuencia de esta pandemia o de otras que podrán venir después. En especial, se trata de los despliegues militares en países lejanos, en cooperación con ejércitos aliados.

Y todo apunta a que esa «nueva guerra» (el Pentágono imagina nuevas guerras en cuanto cambian algunos parámetros, como la interminable «guerra contra el terrorismo») va a dar trabajo y entretenimiento a la vasta burocracia de la Defensa y va a generar beneficios importantes al complejo industrial-militar, efectos ambos muy asentados en la política estadounidense.

Los nuevos campos a explorar serán los «robots de ataque», los vehículos y naves sin tripulación y el uso extensivo de bases en lejanos territorios. La Marina apunta hacia «barcos sin marineros» de tamaño reducido, minidestructores y armas inteligentes. Las fuerzas terrestres buscarán el modo de desplegar pequeñas unidades de gran movilidad en islas controladas por EE.UU. u otros territorios afines, utilizando misiles en el combate a gran distancia y armas robóticas para la lucha táctica.

La persistencia del Pentágono en seguir considerándose el elemento fundamental para la seguridad del pueblo estadounidense, incluso cuando ésta se ve puesta en peligro por un virus y no por ejércitos enemigos, es una muestra más de la inercia con la que los mecanismos de la Defensa en todo el mundo tienden a reproducirse y perpetuarse, con independencia de cuál sea la amenaza real de la que hay que protegerse.

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