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Lo que hace unos meses parecía ser un horizonte lejano y distante se ha convertido ya en una realidad. Las vacunas del COVID-19 han comenzado a distribuirse entre numerosos países que ya han dado comienzo a sus planes de vacunación. Estas vacunas son el resultado de un esfuerzo político y un trabajo científico sin precedentes, lo que las ha convertido en el foco del interés mediático, del debate y de la controversia política.

Sin embargo, cuando existía cierto consenso sobre la dimensión global de esta epidemia, sobre el papel de la globalización entre sus causas y sobre nuestra interdependencia derivada de la misma, volvemos a encontrarnos ante una serie de respuestas circunscritas al Estado nación, que ignoran el carácter global de esta epidemia y que debemos cuestionar tanto en el plano político y económico, como en el ético.

¿Que está ocurriendo?

Cuando las vacunas estaban aún en proceso de ensayos clínicos, los gobiernos de los países ricos, de la UE, Reino Unido, Canadá, EEUU, etc.; aquellos donde habita solo un 14% de la población mundial ya habían reservado el 53% de las vacunas que iban a producirse contra la COVID-19, comprando dosis suficientes para vacunar dos, tres y hasta cuatro veces a su población. Como ejemplo, basándonos en la capacidad productiva de las farmacéuticas Pfizer y Moderna para 2021, el 82% y el 78% de sus vacunas respectivamente ya se han vendido a los países más ricos. Esta situación tiene otra cara: la de los países en desarrollo, que han sido, de nuevo, expulsados de la ecuación. Más de 70 países dispondrán de vacunas en 2021 para cubrir solo a una de cada diez personas, y un estudio del British Medical Journal ha señalado que aún alcanzándose la máxima capacidad productiva de las empresas farmacéuticas, una cuarta parte de la población mundial no tendrá acceso a una vacuna hasta, por lo menos, 2022. Nos encontramos a las puertas de la aparición de “guetos” sanitarios, de espacios ignorados por la comunidad internacional, donde la epidemia del COVID-19 seguirá siendo una realidad que se cobre miles de vidas, acentuando aún mas la brecha Norte – Sur, y sumando un factor de muchísimo peso a la abismal desigualdad ya existente.

Un problema ético, político y económico

Los Derechos Humanos son un referente ético y un asidero al que acudir ante problemáticas globales, debido precisamente a su carácter universal. Son una guía fruto del consenso entre los pueblos y los Estados, un suelo común a partir del cual debemos construir, no una elección a realizar en base al coste de oportunidad. Tanto los Estados como la comunidad internacional y sus distintos organismos deben respetar y proteger estos derechos. Sin embargo, la desigualdad en el acceso a las vacunas del COVID-19 representan un ejemplo de ruptura con esas normas y valores comunes y una ruptura con el derecho a la salud de todas las personas. Es aquí donde encontramos una problemática de carácter ético: la negación del derecho a recibir una vacuna. La lógica en la distribución de las vacunas es la lógica del privilegio, no la lógica de los Derechos Humanos y la garantía del bien común, y esto es lo que debemos cambiar.

Esta situación, analizada desde el punto de vista político, representa un retroceso en el multilateralismo y la cooperación internacional que socava años de trabajo de organizaciones e instituciones. El cortoplacismo electoral impera en estos momentos, dirigiendo la lógica de acción política hacía la solución más rápida, no la más efectiva. Es evidente que numerosos gobiernos, cuya imagen se ha visto dañada en muchos casos por las consecuencias de la pandemia, buscan volver a la “normalidad” lo antes posible, para así recuperar los votos y la restaurar la confianza perdida. Sin embargo, el Estado es un actor con capacidades limitadas ante este problema global, y ese enfoque para alcanzar la inmunidad de un país en un mundo globalizado, donde más de la mitad de la población no va a poder acceder a una vacuna resultará, como poco, ineficaz. Ante una pandemia global, la inmunidad no puede entender de fronteras, y necesitamos una mirada a medio y largo plazo, lejos de lógicas electoralistas y cortoplacistas.

Desde el punto de vista económico nos encontramos ante una situación inédita: una pandemia sin precedentes en las últimas décadas, donde el mercado y sus “leyes» se han demostrado ineficaces e incapaces de proveer soluciones, contraponiéndose al clásico argumento liberal de la mano invisible y su capacidad para distribuir bienes en función de las necesidades. Las vacunas no han sido un activo de gran rentabilidad en el pasado, su coste de producción y desarrollo es muy elevado, y en muchos casos solo deben administrarse una vez, lo que reduce su demanda; además, las vacunas deben venderse en muchos casos a países en desarrollo que no pueden permitirse precios elevados. Por todo ello, las vacunas son mucho menos rentables que otros medicamentos de uso común que se consumen de forma diaria en los países más desarrollados. Esto se explica porque las farmacéuticas y la ley del mercado no han sido capaces de proveer vacunas contra el COVID-19. Su baja rentabilidad y sus elevados costes de producción han hecho necesaria una intervención millonaria de numerosos Estados y organizaciones filantrópicas y sin ánimo de lucro para que estas pudieran desarrollarse en tiempo record. Todo esto nos lleva a cuestionar la supuesta eficacia del mercado ante una problemática como esta pandemia, llegando a plantear si determinados sectores como el farmacéutico, cuya rentabilidad puede contravenir el bien común y el progreso científico, deben estar regidos por las leyes del mercado y no supeditados al bienestar y la salud generales, a los intereses de los Estados y a las directrices de las organizaciones multilaterales.

El mecanismo Covax, una respuesta insuficiente:

Covax es el nombre abreviado del «Fondo de Acceso Global para Vacunas Covid-19». Es una iniciativa público – privada para promover el acceso a las vacunas contra la Covid-19 de manera equitativa en todo el mundo. Este fondo esta formado por Coalición para la Promoción de Innovaciones en pro de la Preparación ante Epidemias (CEPI), la Alianza para las Vacunas (Gavi) y la Organización Mundial de la Salud (OMS); además, en este fondo participan como donantes el 90% de los Estados (aunque EEUU y Rusia están ausentes) y numerosas organizaciones filantrópicas y sin ánimo de lucro. Covax pretende garantizar vacunas a precio de coste para los países más pobres, sin embargo, las dificultades ya han comenzado a aflorar. El día 16 de diciembre de 2020 la agencia Reuters revelaba en exclusiva documentos internos de este fondo que mostraban que Covax se enfrenta a un riesgo “muy alto” de fracaso, lo que implicaría que millones de personas no recibirían la vacuna hasta el año 2024, vacunándose una de cada diez personas en los países más pobres durante el 2021. [S1] Covax cuenta con 2.000 millones de dólares, pero aún se necesitan otros 5.000 para vacunar al 20% de la población en 2021. Sin embargo, los problemas de financiación no son los únicos que están poniendo en alto riesgo este mecanismo. La capacidad de suministro de vacunas es limitada, dado que están siendo producidas por aquellas empresas que tienen la propiedad de las respectivas patentes. Las limitaciones productivas, sumadas a la adquisición por adelantado, en acuerdos, secretos en muchos casos, de millones de dosis de las distintas vacunas dificultan que Covax pueda llegar a funcionar como se planteó en un inicio. El acaparamiento de las vacunas por parte de los países más ricos también muestra que la igualdad de acceso queda relegada frente a las lógicas del mercado.

La solución: mirar al pasado

Esta desigualdad ha llevado a los países del Sur a actuar. La India y Sudáfrica han solicitado a la Organización Mundial de comercio (OMC) la suspensión de los derechos de propiedad intelectual sobre los medicamentos, tecnologías y vacunas contra el COVID-19, dado que es la traba legal que impide que estos países fabriquen vacunas haciendo uso de su capacidad productiva, poniendo fin a la actual desigualdad distributiva. Mientras que 99 de los 164 países que conforman la OMC se han mostrado, junto a ONG y organizaciones de la sociedad civil, a favor de esta medida, España, la UE, EEUU, Japón y demás países del Norte se oponen a la misma, imposibilitando su aprobación dado que la OMC funciona por consenso. Esta propuesta, tan descabellada para algunos, no es ni mucho menos novedosa. En los acuerdos sobre propiedad intelectual de la OMC, firmados en Marrakech en 1994, se establece la excepción a la normativa sobre patentes por razones de salud publica o emergencia nacional. Estas excepciones fueron además ratificadas en la declaración de Doha de 2001 sobre los acuerdos de propiedad intelectual y la salud pública adoptados como respuesta al virus del VIH y sida, lo que permitió a numerosos países la fabricación de antiretrovirales genéricos que detienen la enfermedad. Países como la India o Brasil cuentan con la tecnología y el desarrollo científico necesarios para producir sus propias vacunas contra el Covid-19, pero los países del Norte siguen primando el beneficio de sus empresas farmacéuticas frente al bienestar común y la solución a un problema global. Las vacunas son un derecho humano, son el derecho a la salud. La suspensión de las patentes implicaría una producción masiva de vacunas que aumentaría la oferta, haciendo posible una vacunación generalizada, a precios bajos que garantizase el derecho a la salud, y la inmunidad global.

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