Alberto Piris, publicado en La República, 9 de julio de 2020

El asesinato de un ciudadano negro por un policía ha desatado en EE.UU. una oleada de protestas que ha puesto de relieve una dolencia más profunda que aqueja a la sociedad de ese país. Algunos la llaman «la comercialización de la violencia».

Este fenómeno se presenta, al menos, bajo tres aspectos evidentes: 1) la privatización de las guerras; 2) la militarización de la policía; y 3) el negocio del sistema penitenciario.

La historia de las guerras de EE.UU. con posterioridad a los ataques terroristas del 9-11 acusa una transformación notable. El Pentágono «externaliza» progresivamente la ejecución de la guerra en manos de compañías privadas de seguridad que han proliferado desde entonces. Estas, y las empresas que ellas subcontratan, consumen ahora más de la mitad del presupuesto nacional de Defensa. Es un modo de ocultar a la población el coste humano y financiero de las nuevas guerras.

Por eso, en 2019 desplegaban en Oriente Medio más de 53.000 efectivos de esas compañías, contratadas por empresas estadounidenses, mientras que el Pentágono solo tenía allí unos 35.000 «soldados propios». Además, desde que en 2001 se inició la intervención militar en la zona, han muerto en Oriente Medio unos 8000 combatientes privados, mil más que el total de bajas militares. Combatientes que en gran parte ni siquiera eran ciudadanos norteamericanos, lo que permitía «alejar» la guerra de las preocupaciones domésticas y evitar así las protestas públicas como ocurrió durante la guerra de Vietnam.

Todo lo anterior se refiere a la violencia estatal bélica, es decir la englobada en el ámbito de la Defensa nacional. Pero no es la única violencia a tener en cuenta. El llamado «Programa 1033» del Pentágono viene facilitando desde 1997 a los distintos cuerpos policiales el suministro de material militar «de surplus». Esto ha llevado a una militarización real de la policía, no solo con armamento de guerra y equipos militares sino también en las formas de actuar y, lo que es más peligroso, en la mentalidad. Esto se ha multiplicado desde que Trump accedió al poder, alcanzando un máximo en 2019.

Unos cuerpos policiales provistos de armas de guerra acaban adoptando inevitablemente la «cultura del guerrero» y considerando enemiga a la población que deberían proteger. Esto se considera también natural para un pueblo que, en gran parte, ha nacido embebido en el culto a las armas de fuego. Paradójicamente, la muerte de George Floyd se produjo ante las cámaras no usando armas de guerra sino por el primitivo procedimiento policial de aplastarle el cuello con una rodilla.

¿Quién o quiénes se benefician de todo lo anterior? La respuesta está clara: el complejo militar-industrial, que provee desde los drones que vigilan la frontera con México hasta los vehículos blindados que dispersan a los manifestantes pacíficos que protestan contra la violencia racial de la policía, como acaba de suceder.

La tercera rama de esta comercialización de la violencia la ocupa el sistema penitenciario. Unos 120.000 millones de dólares anuales cuesta mantener encerrados en prisión a unos dos millones de ciudadanos estadounidenses, la mayor población de reclusos de todo el mundo. Gran parte de ellos están confinados en prisiones privadas, un negocio seguro que crece al paso del tiempo, porque el ritmo de encarcelamiento nacional ha crecido un 700% desde 1972 debido, sobre todo, a la guerra contra el narcotráfico.

La reinserción social de los delincuentes pasa así a un último plano y el sistema carcelario se preocupa por generar beneficios económicos. El negocio de las prisiones quizá sea la máxima expresión del capitalismo salvaje que no deja de crecer.

Numerosas manifestaciones populares en EE.UU. han exhibido estos días el cartel Defund the Police! (¡No más dinero para la Policía!), porque para los dejados de lado por el sistema los fondos destinados a apoyar la violencia policial deberían aplicarse a los servicios sociales y las instituciones destinadas a proteger a los más débiles. Del mismo modo que invertir más en diplomacia, ayudas económicas e intercambios culturales internacionales serviría mejor que la guerra a los intereses generalizados de toda la humanidad, tanto en estos tiempos de pandemia sanitaria como para afrontar los problemas que en breve traerá consigo la crisis climática. Se avecinan nuevos modos de vida y habrá que estar dispuestos a afrontarlos.

Alberto Piris

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