Alberto Piris, publicado en La República, 27 de agosto de 2020

Los analistas políticos están en su mayoría de acuerdo en que las grandes crisis mundiales han traído a la humanidad efectos importantes y duraderos. No hace falta recordar la Gran Depresión de los años 30 del pasado siglo, que indujo al aislamiento nacionalista, al fascismo y acabó en la guerra; más reciente, la crisis financiera del 2008 azuzó las tendencias antisistema y los populismos.

Se especula ahora sobre si la pandemia de la Covid-19 hará crecer las tendencias autoritarias o, por el contrario, servirá para renovar y reavivar la democracia. De momento, lo que se sabe es que en la respuesta al coronavirus unos países han obtenido mejores resultados que otros. Algunas democracias han tenido éxito y otras, no. Lo mismo se ha observado en las autocracias. Han sido más numerosos los países que han respondido mal que los que pueden apuntarse un éxito claro.

Para el conocido politólogo estadounidense Francis Fukuyama, son tres los factores determinantes de ese éxito o fracaso, que no dependen de que el régimen sea o no democrático: la eficacia del Estado, la confianza social y el liderazgo. Allí donde el aparato del Estado es sólido y competente, donde el Gobierno goza de la confianza de los ciudadanos y cuando el liderazgo es firme, la respuesta al coronavirus ha sido eficaz, a pesar del daño infligido a la población.

Por el contrario, esa respuesta ha fallado allí donde el Estado ha actuado de modo disfuncional, la sociedad está dividida o polarizada y el liderazgo ha sido vacilante o débil, de modo que los ciudadanos han sufrido el doble efecto de la enfermedad y de la subsiguiente crisis económica.

Para Fukuyama, esta crisis va a ser duradera, medida en años, no en meses. Algunos de sus efectos evidentes, como el aumento del paro, la recesión económica y el crecimiento de la deuda acabarán provocando tensiones y conflictos políticos, protestas dirigidas ¿contra quién o quiénes? ¿para lograr qué objetivos? Esto se irá viendo al paso del tiempo, y ante ello hay dos posturas: la pesimista y la optimista.

La primera se basa en observar el auge de las ideologías nacionalistas y xenófobas y el ataque a las libertades personales. Renacen los fascismos y se agravan las turbulencias internas en los países más pobres y peor dotados para afrontar la pandemia. (Muchos millones de personas ni siquiera tienen fácil el acceso al agua).

Si a esto se suman los efectos de la emergencia climática, se pueden crear las circunstancias suficientes para provocar revueltas populares, agravadas por la creciente desigualdad entre ricos y pobres (tanto personas como países). La brutal destrucción de las esperanzas de muchos ciudadanos de todo el mundo tras unos años de sostenido crecimiento es, según Fukuyama, «la fórmula clásica para la revolución».

Pero otra perspectiva más luminosa es también posible. Del mismo modo como la Gran Depresión a la vez que el fascismo y la guerra también trajo una renovación y rejuvenecimiento de la democracia y abrió el camino a nuevos modos de entendimiento entre los Estados, la pandemia podría ayudar a romper algunos sistemas políticos envejecidos y crear las bases para reforzar y modernizar la actual democracia.

El modo de afrontar la pandemia muestra que más eficaz que la demagogia política al uso es acudir al profesionalismo y la experiencia de los que la tienen. El virus ha puesto de manifiesto los fallos de nuestro sistema, pero también ha mostrado la capacidad de los Gobiernos para dar soluciones a los problemas comunes y la urgente necesidad de reforzar las bases del Estado del bienestar, malparadas desde la crisis del 2008.

La democracia ha mostrado a lo largo de la Historia ser capaz de soportar graves crisis y salir renovada de ellas. Pero son los ciudadanos de todos los Estados los que han de esforzarse porque así sea, uniendo sus esfuerzos ante el enemigo común, el Coronavirus, y dejando para más adelante los modos concretos de conservar y reforzar esa preciada y asediada democracia.

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